Cuando Vincent Van Gogh descendió
del tren el 20 de mayo de 1890, pisó la tierra bajo la que iba a ser
enterrado. Llegó a Auvers-sur-Oise buscando un
alivio para sus crisis mentales. Durante casi dos meses parece que lo encontró.
Fue uno de los períodos más productivo de su vida: 72 pinturas, 33 dibujos y un
grabado salieron de su revolucionaria imaginación, muchos de ellos vistas de
aquel pueblo pintoresco. Sin embargo, no pudo luchar con su mente y le venció. El 27 de julio, un domingo por la tarde el artista salió a
los campos y se disparó en el pecho. Moría algo más de un día después.
Cuando Vincent
van Gogh llegó a Auvers tenía 37 años, pero sólo llevaba diez dedicado plenamente
a la pintura y cuatro desde que puso en un pie en París e inauguró su estilo
hoy mundialmente conocido, el de dibujar con color. Era hijo de un pastor
protestante y había probado antes fortuna como empleado de un tío suyo, marchante
de arte, en una librería. Después su vocación giró
hacia la religión y, aunque nunca se ordenó, pasó un tiempo predicando entre
los mineros belgas. Al final se
impuso su vena artítica y, con el soporte financiero y moral de su hermano Theo, también
dedicado a la compra-venta de cuadros, se volcó en el arte. Ya se sabe el
balance de aquella aventura: sólo vendió un lienzo en vida, La
viña roja, por 200 francos.
Además de su pasión por el arte,
Van Gohg tuvo otro compañero: sus crisis mentales. La psiquiatría
forense ha vuelto del derecho y del revés las más de 800 cartas que escribió el
artista para identificar la dolencia. Las principales sospechosas son una
neuropatía en el oído interno y una depresión maníaca. Como agravantes pudieron
actuar la sífilis y un excesivo consumo de absenta. Cualquiera que fuera la
enfermedad, en las vísperas de la Navidad de 1888, en Arles,
en la Provenza :
tras una trifulca con su amigo y también pintor Paul Gauguin, se cortó la oreja
izquierda. Accedió a ser internado en el cercano sanatorio de Saint-Rémy, pero
pidió que se le diera el alta en mayo de 1890 porque creía que la convivencia
con los otros enfermos agravaba su estado. Partió a París, a casa de Theo, pero
sólo estuvo tres días: el ruido y el ajetreo urbano se introducian en su
cerebro. La campiña de Auvers se le antojaba un paraíso.
La
idea de instalarse en Auvers se la sugirió a los Van Gogh el pintor Camilla
Pisarro, que conocía allí a un médico homeópata que estaría encantado de vigilar de cerca a Van Gogh.
El nombre de aquel facultativo ha pasado a historia: Paul Gachet. Su retrato
pintado por Van Gogh fue vendido en 1990 a un empresario japonés por 82,5 millones
de dólares, una cifra ni remotamente alcanzada antes por un cuadro y que se
mantendría imbatida durante 14 años. Desde que desembarcó en Japón, nadie ha
vuelto a ver esta obra. A partir de mediados del siglo XIX, con la llegada del
ferrocarril desde París, los paisajes de Auvers habían servido de modelo a un
sinfín de artistas llegados de la capital. Antes que Van Gogh, por allí
plantaron sus caballetes Pisarro, Cézanne, Corot, Morisot o Daubibny. La
cercanía a la gran urbe aún no había borrado por completo lo rustico de la
villa, que contaba por entonces con 2000 habitantes, un millar más en verano,
dedicados básicamente a la agricultura. Vincent se enamoró de lo que llamó
“nidos humanos”, las chozas de techo vegetal condenadas a la extinción: dada su
alta inflamabilidad, el gobierno había prohibido la reparación de las
existentes y la construcción de nuevas. Van Gogh se instaló en un pequeño
cuarto en el ático de la pensión Ravoux, delante del ayuntamiento. Su ritmo de
trabajo no podía ser más vivo, a las cinco de la mañana ya estaba en pie y
salía a pintar por las calles o los campos. Theo y su esposa le visitaron en
una ocasión. Él les devolvió la cortesía y se desplazó un día a París. Se
carteó con su hermano, con su madre y su hermana, que residían en Holanda, y
con Gauguin. Si embargo, la magia de Auvers dejó de surtir efecto. Volvieron
los demonios a la mente.
La
verdad sobre qué le empujó al suicidio nunca se sabrá. Lo cierto es que aquella
tarde de domingo tomó la pistola del propietario de su pensión, se fue hacia la
parte posterior del castillo de Léry y se disparó en el pecho. Después regresó
a la pensión y subió a su habitación sin avisar a nadie. El posadero le
encontró allí postrado, llamó al médico, pero nada se podía hacer. El doctor
Gachet le dibujó mientras agonizaba, quizás el único bálsamo que se le ocurrió.
Al día siguiente al mediodía llegó Theo. En la madrugada del lunes al martes
Vicent murió. El miércoles fue enterrado en
el cementerio de Auvers, sin servicio religioso previo, pues el
sacerdote católico consideró que no era apropiado en el caso de un suicida.
La
fortuna de la obra de Van Gogh crecería con el paso de los
años. Sin embargo, sus creaciones parecían ligadas a su locura. No fue hasta
los años ochenta del siglo pasado cuando los estudiosos derribaron el mito: sus
cuadros no eran fruto de sus desvaríos mentales (de hecho, en más de una
ocasión escribió que no podía pintar durante sus crisis), sino de una
revolucionaria sensibilidad. Entonces fue cuando de verdad estalló la
“vangoghmanía” y se inicio el frenesí de precios astronómicos. De alguna
manera, el artista se había desembarazado de un cliché (el pintor loco) y había
caído en otro (el pintor que vale mucho, mucho dinero).
El
avance de la modernidad fue uno de los temas favoritos de los
impresionistas, con sus lienzos de paisajes donde asomaban los humos de trenes
y fábricas. A Van Gogh también le interesaba explorar esta vía, pero de una
manera más sutil e intimista. En Auvers encontró el tema perfecto: los
contrastes entre las viejas chozas de techumbre vegetal (en primer plano, de
colores terrosos) y los modernos chales (al fondo, con brillante color). En Casas en Auvers se observa también
la obsesión de Van Gogh por la privacidad: entre las casas y el espectador siempre se alza algún árbol o
arbusto.
Les Vessenots,
1890. Los trigales fueron uno de sus temas favoritos ya desde los tiempos en Arles o Saint-Rémy. En Auvers, sin embargo, captó estos campos de manera novedosa: no
aparece ni una sola figura humana. Otra de las peculiaridades de sus
paisajes en Auvers es que eleva el horizonte, es decir, desciende al máximo el
punto de vista, una técnica propia del paisajismo de finales del siglo XIX. Con
ello se buscan dos efectos: por un lado, las plantas del primer plano cobran
presencia física y, por tanto, la superficie terrenal del lienzo es mucho mayor
que la del cielo.
Los últimos
lienzos que pintó tienen un peculiar formato rectangular. Dos figuras en el bosque
se considera el más rompedor y conseguido. Para los troncos Van Gogh utilizó una de su extrañas combinaciones: los
complementarios violeta y azul. Muchos han querido ver aquí los barrotes de una
cárcel en la que están perdidos el hombre y la mujer. Pero es sólo una prisión
en apariencia. Al utilizar una perspectiva lateral, desde la izquierda, la
parte derecha del cuadro aparece como un caos de troncos, pero en la parte
izquierda se adivina que están colocados en hileras rectas. La pareja camina
entre dos de esas filas, un camino que viene del infinito y lleva al mismo
lugar.
Los artistas
contemporáneos de Van Gogh aborrecían lo turístico y, por tanto, los monumentos
desaparecieron de sus lienzos. El holandés, si embargo, se saltó olímpicamente
esa imposición de modernidad y pintó tanto la iglesia como el ayuntamiento de
Auvers. El templo gótico es el que más ha dado que pensar a los estudiosos,
pues Van Gogh era hijo de un pastor y él mismo predicó entre los mineros antes
de perder de manera abrupta la fe. El lienzo tiene un aire siniestro:
la iglesia está en la penumbra, mientras que el primer plano aparece iluminado,
y ninguna luz sale de sus ventanas. Ya había pintado iglesias en sus inicios en
Neuen, y quiso remarcar la evolución de su estilo al colocar una campesina ataviada a la holandesa en Iglesia
de Auvers. En el primer plano figura uno de los motivos simbólicos
favoritos del pintor: un camino que se bifurca y que se pierde en lo invisible.
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